La tormenta de nieve by Lev Nikoláievich Tolstói

La tormenta de nieve by Lev Nikoláievich Tolstói

autor:Lev Nikoláievich Tolstói [Tolstói, Lev Nikoláievich]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Realista, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1856-01-01T05:00:00+00:00


VII

—¡SUBA, POR FAVOR, ya está todo listo! —me gritó Alioshka desde el primer trineo.

La tormenta era tan fuerte que yo, a duras penas, completamente encorvado y sujetando con ambas manos los faldones de mi capote, pude, sobre la nieve blanda que el viento barría de debajo de mis pies, dar esos cuantos pasos que me separaban de mi trineo. Mi antiguo cochero ya estaba de rodillas en el centro del trineo vacío pero, al verme, se quitó su enorme gorra permitiendo al viento revolverle con furia los cabellos y me pidió una propina. Seguramente no esperaba que se la diera, porque mi negativa no le produjo la menor aflicción. Me dio las gracias y, mientras se ponía la gorra, me dijo: «Que Dios lo ampare, señorito…», y tirando de las riendas y chasqueando la lengua se alejó de nosotros. Después de eso, también Ignashka enderezó la espalda y dio voces a los caballos. Una vez más, el sonido de los cascos al resquebrajar la nieve, los gritos de los cocheros y la campanilla sustituyeron al ulular del viento, que se había oído con particular fuerza mientras estuvimos detenidos.

Un cuarto de hora después del traslado, yo aún no dormía y me entretenía observando la silueta de mi nuevo cochero y sus caballos. Ignashka iba muy gallardo, daba continuos saltitos, blandía su fusta en el aire, de cuando en cuando soltaba algún gritito y se golpeaba un pie contra el otro e, inclinándose hacia delante, arreglaba la retranca del caballo central que insistía en ladearse a la derecha. No era alto de estatura pero todo parecía indicar que era de complexión fuerte. Encima de la pelliza llevaba puesto un tosco abrigo desabrochado cuyo vencido cuello le dejaba la nuca al descubierto; sus botas no eran de fieltro, sino de piel, y llevaba una gorra pequeñita que se quitaba constantemente para volver a colocársela de una mejor manera. Sus movimientos, todos, denotaban no sólo energía, sino sobre todo, según me pareció, el deseo de despertar en sí mismo esa energía. Sin embargo, mientras más avanzábamos, más y más frecuentemente se arreglaba, más saltitos daba en el pescante, más se golpeaba un pie contra el otro y más insistía en conversar con Alioshka y conmigo: tuve la impresión de que temía perder el ánimo. Y había por qué: aunque los caballos eran buenos, el camino se hacía a cada paso más y más difícil y era evidente que los caballos corrían cada vez con mayor desgana; ahora había que fustigarlos y el central, un buen caballo grande y lanudo, tras trastabillar un par de veces, asustado, tiró con fuerza hacia delante y echó su lanuda cabeza atrás casi hasta rozar la campanilla. El caballo de refuerzo que iba a la derecha y al que sin querer iba yo observando, como también observaba la correa con la borla que pendía del ataharre y que se golpeaba y saltaba del lado exterior, bajaba ostensiblemente la collera, pidiendo que lo azuzaran, pero, como de habitual era un



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